SILENCIO
Y VIOLENCIA, esfuerzos por domesticar el instinto.
Hay cosas
que no se dicen, de las que no se puede hablar, pareciera ser que el
sólo pensar en ciertos temas nos hiciera parte de un universo oscuro
y prohibido; no se habla del cuerpo, ni de las ganas, ni de la
menstruación, no se dice vagina ni clítoris, prohibido nombrar el
orgasmo, tampoco se habla de masturbación. Preferiblemente tampoco
hablar de nuestras emociones, ni de lo que nos pasa, es demasiada
información, qué van a decir los demás, qué van a pensar, que
soy demasiado “emocional” como si fuera un defecto ser poco
objetivas, o ser objetivas y algo más.
Existe
todo ese universo de cosas sin nombrar, para la que no alcanzan las
palabras siquiera, un mundo apenas intuido, de sensaciones, visiones,
ensueños, un reino misterioso y oscuro como el fondo del mar. Eso es
precisamente lo que asusta, incluso a nosotras mismas que a lo largo
del tiempo nos hemos ido olvidando cómo traducir lo que llevamos
dentro, asusta lo desconocido, lo que no se puede poner en palabras y
que a falta de medios de expresión se va tornando sombrío.
Y es que
para llegar a este punto hay todo un proceso de domesticación de por
medio, no sólo a través de la historia, porque desde niñas se nos
enseña a ser “correctas” y también se nos recalca el costo de
no serlo; hay que sentarse de una manera, sonreir, usar las palabras
apropiadas, ser condescendiente, “amorosas”, vestirnos
“decentemente”, no llamar demasiado la ateción ni ser demasiado
inteligentes, a no enrrollarnos. Es como si la cultura deseara
producir en serie cosas lindas e inofensivas, una especie de
souvenir de la naturaleza, ya no más representantes de la tierra ni
hembras de la especie humana, sólo adornos funcionales, una suerte
de muñeca inflable, silenciosa, turgente, depilada, sin problemas
intestinales ni demandas emocionales, ¿les suena la imagen? PROBABLEMENTE SÍ, pero nada más ajeno a lo que significa ser mujer. No somos caricaturas.
Y ni
hablar de los estereotipos reinantes en la cultura_loca, histérica, premenstrual, puta, santa, madre, etc._ la lista es larga, y quizás el más nocivo, el que genera más daño,
el que nos ha ganado el nombre de víboras, cahuineras, peladoras,
traicioneras; es ésta quizás la peor herida de nuestro género
porque nos divide, nos lleva competir y a protegernos las unas de las
otras, a pelear por un hombre, a sentir envidia, a traicionarnos. Es la trampa más fértil del patriarcado, la que desarma las redes, porque unidas ni te cuento cómo cambiaríamos el mundo.
Si
pudieran entender que cada vez que invalidan nuestra expresión hay
una sutil y no tan sutil violencia, que cada vez que nos instan a
pensar que es mejor reprimir la emoción nos están amordazando, nos
vamos acumulando, el agua deja de fluir, nos intoxicamos sólo porque
ellos no saben dialogar en esos términos. Y los moldes no son naturales, nos obligan a elegir entre ser un montón de fragmentos en lugar de ser UNA y ser todas, a temer nuestra hondura y multiplicidad, a encasillarnos porque de otro modo pareciese que no podemos encajar.
Es sólo cosa de pensar que existen productos para menstruar cada 3 meses, para “liberarnos” de la molestia menstrual y de las emociones, sin reparar en lo necesario de dejarnos fluir cada ciclo, productos que nos posibilitan desconectarnos del “malestar” como si el malestar fuera algo externo a nosotras mismas, como si en esos días no hiciera otra cosa más que asomarse. Y en lugar de escuchar ese mensaje interior se nos propone silenciarlo, al igual que muchas de nuestras emociones, que de tan emocionales no calzan con lo que se espera sea funcional, operativo, normal, pero qué es ser normal ¿es acaso violentar nuestra propia naturaleza?, ¿es guardarnos todo y ganarnos un cáncer en un par de años más?, ¿es resentirnos por dentro y poner cara de nada por fuera?, ¿es fingir que nada pasa, de un día a otro, de un instante a otro? Negarnos al cambio es morirnos en vida, es dejar afuera todo lo nuevo, todo lo fresco.
Somos las hembras de nuestra especie y como tales somos naturaleza. La hembra de cualquier especie brilla por derecho propio, es un carnaval de colores, de alegría, de vida, camina con paso firme, se acicala, no hace ningún esfuerzo por llamar la atención es magnética, tiene plumas, pelaje, una mirada intensa, ya sea a través de un canto sutil o un aullido potente sabe atraer hacia sí lo que le sirve, lo mejor, despliega su ser y su energía se renueva. No podemos vivir amordazadas, tratando de encajar, enfundadas en blanco y negro, rigiendo por pautas preestablecidas en lugar de escuchar nuestro instinto, ya basta de mujeres opacas, sin brillo, de niñas acomplejadas con sus caderas, sus pechos, sus ideas, sus necesidades, sus deseos.
No confundir “amorosidad” con “complacer”, no confundir “decencia” con “represión”, tampoco “hilar fino” con ser “enrrolladas”, “hablar desde lo que siento” con “faltar el respecto”. Son precisamente esas burdas simplificaciones las que van dañando nuestra expresión y empobreciendo nuestras relaciones, porque dejamos de intentarlo, dejamos de abrir espacios, nos condicionamos, nos vamos amoldando y todo lo demás se nos echa a perder adentro.
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